Maestras, alumnos de escuelas primarias, estudiantes
secundarios, viajan en el tren que nos conduce
desde Santa Fe hasta Laguna Paiva. Viven o trabajan
en este pequeño pueblo, de casas bajas,
calles de tierra y talleres ferroviarios.
Entre la capital de la provincia y Laguna Paiva
media una distancia de 34 Km. Podría ser
de trescientos o de mil kilómetros. Hay
entre ellas una medida que no es de espacio sino
de tiempo.
Laguna Paiva carece de rasgos definidos.
Ha crecido en la vecindad del riel y vive sin
urgencias. Se parece a otros muchos pueblos, de
aquí o de la provincia de Buenos Aires.
Más de mil obreros trabajan en los talleres
del ferrocarril. Algunos viajan diariamente desde
Santa Fe. Otros residen en el lugar, pero la vida
de todos tiene un denominador común.
Hacemos nuestra primera escala en lo que es,
al mismo tiempo, restaurante, confitería
y comercio de menudencias. No tiene nada de sorprendente.
En cambio, el acento lo ponen unos “taxis”
modelo 1929. ¿Para qué,
si las distancias son tan cortas en el pueblo?.
Hacemos una pregunta y alguien nos responde: “la
gente es muy cómoda ahora”.
En los talleres del Ferrocarril
Nacional Belgrano se refaccionan
y reconstruyen coches. Hay otras especialidades,
entre ellas la fabricación de clavos para
vías. Desde 1935, por ejemplo, han salido
de allí 15.000.000 de clavos. No podemos
asistir al desarrollo de la labor diaria. Subsiste
una orden que prohíbe registrar
fotográficamente la actividad de los talleres.
Por la línea telefónica directa
se hace una consulta a Buenos Aires. Intervienen
muchos funcionarios, pero nadie resuelve la cuestión.
La burocracia ferroviaria no es más veloz
que las otras, pensamos. Visitamos allí
el comedor para obreros, inaugurado oficialmente,
pero que no funciona todavía. Es amplio,
moderno y prestará servicio sujeto al régimen
cooperativo. Sillas-tijera, de lona, servirán
de reposeras para los obreros, después
del almuerzo.
Mensualmente – según
nos informan –, los talleres pagan
la suma de 750.000 pesos en concepto de salarios.
No obstante, existe un banco ferroviario
que el año anterior operó en créditos
por medio millón de pesos.
Ya es de noche en Laguna Paiva.
Recorremos las calles solitarias, obscuras. Por
las entreabiertas bocas de los zaguanes
escapan voces enfáticas
y música de tango. Hay
muchos receptores radiotelefónicos en el
pueblo.
Mas, de todos modos, existe algo importante en
Laguna Paiva. No es el esfuerzo del músculo,
el trajinar de los talleres ni la suma de salarios.
Es una biblioteca, una biblioteca de pueblo,
con lectores. Se llama “Juan
Bautista Alberdi”; fue fundada
en 1925; tiene 10.000 volúmenes
y 700 socios voluntarios. Setenta es
el promedio de lectores diarios y anualmente se
prestan alrededor de 12.000 libros.
 |
 |
Esta fría enunciación
de datos es la expresiva síntesis de un
noble esfuerzo. Y Laguna Paiva, de pronto adquiere
para nosotros una significación distinta.
El pueblo chato, sin relieve físico, ha
crecido en oportunidad; sabemos ahora que tiene
un escondido espíritu. Visitamos el local
de la Biblioteca. Pequeños lectores, ensimismados
en el seguimiento de sus héroes a través
de aventuras fabulosas. Más tarde llegarán
hombres trabajadores para reanudar su amistad
con los libros.
Un obrero ferroviario es el
director de la biblioteca y de una revista mimeografiada
bien escrita y rectamente inspirada. El hallazgo
nos reconcilia con el medio ambiente. Laguna Paiva,
sus hombres, sus niños, han aprendido a
embellecer sus horas.
Nuestro itinerario y las combinaciones
ferroviarias hacen que partamos esa misma
noche hacia San Cristóbal. Llegamos en
la madrugada, fría y brumosa. El pueblo
duerme y es pesado y cómo el sueño
del sereno de esto que se llama hotel. ¿para
que describir penurias nocturnas, conocidas por
quienes tienen necesidad de viajar por ciertas
regiones del país?
San Cristóbal es, también,
un importante centro ferroviario. Tornos, martillos,
sopletes, maquinarias diversas, componen el ruidoso
fondo musical. En estos talleres hay ritmo de
labor intensa. Los hombres atienden a su tarea
en silencio, como si temieran impacientar a las
máquinas, que lo hacen casi todo.
Población de obreros,
San Cristóbal, vibra en sus talleres
y descansa después burguesmente.
Hay en toda ella un sosegado tono de vida. Vemos
caras plácidas, rostros satisfechos. El
cuadro ciudadano tiene su expresión mas
viva en el cinematógrafo,
que es, a la vez, en su “hall” de
entrada, confitería, y en ciertas noches
lugar de baile. La danza no figura hoy en el programa,
pero la película policial que estamos viendo
se corta a menudo, sospechosamente. Hay una sincronización
perfecta entre el accidente a repetición
y la confitería. La gente entretiene la
espera junto a los vasos y las tazas. Pero
nadie protesta. Quizá porque para
el habitante de San Cristóbal el cine,
el proyector descompuesto y las intermitentes
visitas a la confitería componen el
panorama inalterable de todos los días.