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El texto de hoy...de autores paivenses
 
 

AYER...

Estoy parada en medio de las vías mirando un punto fijo en el horizonte... parece que se unieran... allá... a lo lejos...

“Allá viene”, se oye en otra voz. El silbato de la locomotora a punto de cruzar el paso a nivel sin barreras en el cruce con la ruta 2 nos lo hace saber.
Mi madre se levanta presurosa del viejo banco de quebracho, hecho con durmientes, que está justo al lado del cartel que indica a todos, con enormes letras blancas, que están llegando a Laguna Paiva. Me quita de las vías y me toma fuerte de la mano... todas las madres hacen lo mismo, intento zafar, pero no puedo. Su puño es firme.
Ese punto a lo lejos va tomando forma. La enorme locomotora del “local” que arrastra una formación de cinco vagones se detiene en la estación. El ruido me alborota los oídos y mi corazón comienza a latir más fuerte. Voces, gentío, corridas.
Son cerca de las dos de la tarde. Podemos esperar que el tren busque a los obreros en el taller y subirnos cuando regrese a la estación, pero como ya tenemos los boletos mi madre decide subir.
El silbato del guarda anuncia la partida del tren. Va parado en el estribo del vagón y tomado de la baranda con su mano derecha, mira a un lado, al otro y hace señas al maquinista para que nos movamos. Es un personaje particular, imponente, perfectamente entrazado en su traje gris, su gorra impecable y sus zapatos relucientemente negros, lleva en su cuello el silbato y en su bolsillo la picadora de boletos.
Avanzamos... al principio no sabemos si somos nosotros o es el tren que está parado en la vía paralela... No, somos nosotros los que lentamente comenzamos la marcha.
Cruzamos el pasillo del baño y elegimos lugar para acomodarnos. Caminamos por el espacio que dejan los asientos en medio. El vagón se ve confortable con sus amplios asientos cubiertos de cuero marrón, son dobles, porque son los vagones de clase media; los pullman individuales, más acolchados y con cuero verde, los dejan para los viajes largos. Como están todos mirando para un mismo lado, mi madre jala con fuerza el respaldo de uno, lo gira y lo acomoda frente al otro. Listo, un rincón para cuatro, es que viajamos con mi hermana, mi tía Kuqui y mi prima, los números no dan pero igualmente sobra espacio.
Miramos por la ventanilla, con las consabidas precauciones de los mayores “no saques la mano... y mucho menos asomes la cabeza... se puede destrabar una ventana, puede haber hierba crecida...” qué se yo... Nunca nos pasó nada, pero no venía mal hacer un poco de caso. Habíamos cruzado ya el apeadero del “cuarenta” y llegábamos a la villa obrera, justo al gabín donde más gente esperaba el tren.
Volvemos, por el mismo lugar, pero todavía nos resta llegar hasta la puerta de Almacenes donde la mayor cantidad de pasajeros espera impaciente, cansados y con hambre, son los obreros, el verdadero objetivo de este viaje. Antes esperamos cerca del paso a nivel a que la máquina cambie el frente, de la vuelta y enganche los vagones de tiro hacia el sur.
Lleno de trabajadores, el tren vuelve a la estación. Más gente busca subir, los que llegaron más tarde.
Otra vez el silbato... ahora anuncia la partida, el crujir metálico de los vagones... la despedida.
Recién ahora el guarda pide los boletos. Aprieto con fuerza el pequeño cartón en mi mano... miro la numeración -“capicúa”-, después de que el guarda lo pique, éste va a ir a parar a mi colección. Tengo varios, porque mi papá es ferroviario, mis abuelos fueron ferroviarios, mis tíos y mis primos más grandes son ferroviarios y ellos saben que me gusta guardarlos. Tengo de todos los colores, amarillos, a rayas blancos y rojos, marrones, éste es anaranjado porque viajamos a Santa Fe.
La locomotora se despide, el silbato suena por última vez y nosotros emprendemos, como todos los meses, el maravilloso viaje a la capital.

... Sonrío y me quedo parada en medio de las vías mirando un punto fijo en el horizonte... parece que se unieran... allá... a lo lejos...
La estación llora en silencio, entre el revoque caído y la pintura gastada, la ausencia de partidas, de llegadas. Los vagones herrumbrados esperan en las vías muertas., y los hombres lamentan la desidia de otros hombres.
Miro una y otra vez desde este camino metálico el viejo banco de quebracho... el cartel que apenas deja divisar “Laguna Paiva” pero que me llena de recuerdos... Y lloro.




|Silvina Sanchez