La
sobremesa del almuerzo sabatino, acompasada por un ruidoso
ventilador que se esforzaba por amortiguar los efectos
de una alta temperatura primaveral, se vio interrumpida
por los silbatos de un tren que ganó el cielo paivense.
Su sonido, lejos de ser el que anunciaba la partida o
la llegada de los habituales trenes de cargas y de pasajeros,
sonó como una provocación: era tiempo de
huelga
y eso no era normal. Quienes estábamos compartiendo
la mesa nos dirigimos de inmediato a la puerta de calle
y, bajo la sombra de un frondoso paraíso, esperamos
a que alguien nos informara sobre lo que estaba ocurriendo,
aunque lo presentíamos.
Otros vecinos hicieron lo mismo, dando paso, primeramente
a un diálogo de vereda a vereda cargado de preguntas
y de suposiciones y, luego, a la formación de grupos
que se ubicaron en las esquinas, como esperando el paso
de alguien que les comentara sobre lo que estaba aconteciendo.
Los más ansiosos, con una camisa alcanzada presurosamente
por algún familiar, optaron por ir al lugar desde
donde provenía ese sonido que hería los
tímpanos de una comunidad que luchaba por la continuidad
de su fuente de trabajo.
Cuando todavía muchos de ellos no habían
llegado a su destino, disparos de armas de fuego se adueñaron
de la siesta que comenzaba a despuntar, convirtiendo a
los pasillos de las casas y a las polvorientas calles
de tierra del pueblo en el escenario de gritos y corridas
de quienes presagiaban una masacre.
En mi caso, corrí hacia ese lugar llevado, más
que por el deseo de saber lo que estaba pasando, por la
desesperación de mi madre, angustiada porque mi
hermano había partido, momentos antes, a sacar
fotos sobre lo que ya era vox populi: la llegada de un
tren conducido por personal que no se había adherido
a la huelga y custodiado por fuerzas de seguridad.
Mientras me dirigía rumbo al paso a nivel, veía
cómo otros hacían lo mismo, pero también
la desesperación reflejada en muchos rostros de
mujeres paradas en las veredas que acompañaban
sus palabras, inaudibles para mí, con movimientos
de brazos que denotaban el nerviosismo que se había
apoderado de ellas.
Al llegar al paso a nivel, busqué a mi hermano.
Lo encontré sacando fotos. Le pedí que volviera
porque mi madre estaba muy preocupada por él. Me
escuchó y, luego de recomendarme que no me quedará
allí y que volviera rápido a casa, siguió
sacando fotos. Lo acompañé con la mirada
y pude ver cómo su figura se mezclaba con la de
tantos que comenzaron a ganar, con su presencia, ese espacio
en el que otros hombres, ubicados sobre un lado de los
vagones, comenzaban a balancearlos hasta provocar su caída
sobre las vías. El cuadro se completaba con pequeños
que, con gran agilidad y tijera en mano, trepaban por
los postes de telégrafos para cortar los cables
de lo que era por aquella época el medio de comunicación.
Los disparos se multiplicaban: los gritos de la gente
también. Una marejada humana se dirigió
al sector de la playa de maniobras comprendido entre la
pasarela y el Km. 40, lugar en donde el tren estaba detenido
por haber sido obstruido su paso por la colocación
de durmientes y otros objetos sobre las vías por
la que circulaba aquél con rumbo a la localidad
de San Cristóbal.
Fuego y humo; confusión; amenazas e insultos; heridos
y pedidos de auxilio; ulular de sirenas y llantos, como
preguntas y respuestas cargadas de nerviosismo terminaron
por posesionarse de la tarde cullense.
Vuelto a casa, mi madre, que también se había
dirigido al lugar de los hechos para buscarnos, nos abrazó
y lloró por vernos sanos y salvos. Ya habría
tiempo para los retos y para contarle esa travesura a
mi padre que era conductor de máquinas y que se
encontraba escondido fuera de la localidad, para no ser
detenido y obligado a conducir lo que tanto le gustaba;
las máquinas a vapor.