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El texto de hoy...de autores paivenses
 
 

NO HE TRAIDO FLORES

El hombre de negro alzó aquella trabajada tapa de lata y la colocó sobre el ataúd; acomodó algunos tornillos y soldó sus cuatro esquinas con la gastada barra de estaño y el viejo soldador, para luego, con gran dedicación y habilidad, sellar el contorno del lustroso cajón. El olor se tornó casi insalubre y el humo oscureció por un momento la vieja sala de velatorios, colmada de lágrimas, de rezos y de dolor. Algunos prefirieron no presenciar el ya conocido ritual, del hombre que, como nadie, ha asistido al dolor de otros que han llorado a sus seres queridos, que como nadie sabe de la resignación y de sentimientos mezclados con angustias y soledad. Alzó la pesada tapa con ayuda de otros que lo acompañaban y la colocó sobre el féretro. Mirando en derredor, encontró mis ojos empapados de viejas nostalgias y perdidos quién sabe en qué oscuros horizontes. Con un gesto me indicó que ya había finalizado allí, con la rutina de su trabajo.

Yo estaba de pie, en ese lugar cargado de lamentos propios y ajenos...
Allí estaba, mirando sin mirar... pensando sin pensar... con la mente inmersa y perdida en esos tiempos de magia y dulzura, acurrucado en tus brazos, perdido en esos senderos que tantas veces transitamos juntos, cuando pequeño, alzado a la ternura de tus brazos y luego con mis primeros pasos, tomado de la calidez de tus manos...

Allí estaba yo... tieso, casi inerte... intentando recordar la última vez que pude decirte que te amaba. La última vez que te di las gracias por Todo lo que me diste, o cuánto te devolví de lo mucho que me enseñaste... y me maldije por eso... porque no lo recordé. Y me maldije también, por todo el tiempo que desperdicié pensando en cosas triviales y sin sentido, en cosas que nada tenían que ver con el verdadero sentido de la existencia humana; olvidándome de estar contigo... de mimarte... de cuidarte... de acompañarte...

De acompañar tus alegrías, de secar tus lágrimas, de entender tus caprichos, de compartir tus tristezas, de no escuchar tus súplicas, de no justificar tus enojos y tus retos, de tomar tus cálidas manos y volver a soñar juntos, de contarte mis ocultos secretos, de reír con tu risa, de llorar tu silencioso y furtivo llanto y, sobre todo, olvidé que debí amarte más de lo que lo hice y retribuirte con mucho más de lo que te di, que hoy sé, no me hubiese bastado la vida misma.

El hombre, sin yo percatarme de ello, se acercó a mí y sin pronunciar palabra alguna, me palmeó en el hombro... y salió de la sala, como entendiendo el lúgubre y funesto martirio que me asistía, como permitiéndome un instante más frente a la desoladora mortaja que envolvía al ser más preciado que había existido para mí en esta tierra .

Aquel gesto del hombre, me trajo de nuevo a la dura realidad, transformada en ronca voz, que azotaba mis oídos, diciéndome que aquella fría tarde de junio, había sido la última vez que pude acariciar tus manos, palpar con absoluta simpleza tus opacos cabellos, besar tus suaves mejillas. La misma monstruosa voz que repetía una y otra vez: “La vida debe continuar...”, como si fuera tan fácil, sabiendo que ya no estarías conmigo, amada Madre mía.

El camino hacia la morada final, fue más tedioso y más interminable aún... con un millón de recuerdos, que invadieron por doquier cada rincón de mis pensamientos, arrancando cada lágrima que surcaba mi demacrado rostro. Posé mi cabeza sobre la ventanilla del tercer coche y mis vidriosos ojos se perdieron en el infinito cielo, preguntándome si ya estabas allí o tu esencia aún rondaba por aquel escaso acompañamiento. Entonces me di cuenta de que aquello era sólo una acostumbrada y amarga rutina para los señores vestidos de luto que conducían el cortejo. Un último trámite por el que algún día pasamos y del que nadie escapa. Comprendí que sólo carne y huesos fríos e inertes marchaban en aquel lugar, pues el verdadero viaje ya Tú lo habías emprendido... el último... el soñado... el esperanzado viaje hacia la merecida eternidad...

Los hombres, con gran habilidad, colocaron el cajón en aquel frío sepulcro, deslizándolo hacia su interior para, finalmente, con gran esfuerzo sellar su entrada con una pesada lápida. Uno de ellos extrajo de uno de sus bolsillos una blanca tiza e inscribió sobre ella una sigla, una fecha y un nombre... el de mi madre...

Hoy, después de dos años de aquellos pesados y tristes recuerdos, estoy de rodillas como tantas veces, frente a tu tumba querida Mamá...

Ya ves, no he traído flores, no he traído helechos, no he traído adornos... sólo he traído mi pesada pena, sólo he traído mi insostenible tristeza... sólo he traído mis sinceras palabras y sólo he traído mi corazón, el que te debe la vida que le has dado... el que te debe su fuerza de voluntad y el que viene a decirte, casi con la humildad de una plegaria subiendo a Dios, que estás y estarás siempre en cada pequeño recodo donde se anide el amor...

A mi madre...

|Carlos Duarte